La bufanda prestada — 2: Viento de cruce
El mensajero se sabe la ciudad por sus vientos: ráfagas de túnel bajo los puentes, suspiros de elevador entre edificios, el golpe particular que un camión le da a una cebra. La bufanda hace su propio clima—roja, direccional, una bandera que dice “estamos intentando”.
En Novena y Reforma un hatchback muere en el paso peatonal, direccionales pidiendo perdón a ambos lados. Las bocinas ensayan sus peores opiniones. La conductora—manos temblando, pelo sujeto como plan—mira la llave como acertijo de una sola letra.
Él llega, aliento de monedas frías. “¿Batería?”, pregunta. Ella asiente, apenada de que el mundo sea tan público.
Desata la bufanda y la amarra a la antena para que ondee rojo contra el gris. El tráfico se calma un poco; la gente es buena cuando tiene algo obvio que obedecer. “Dos minutos,” dice, y corre a la ferretería de la esquina. El dependiente le presta un arrancador portátil como si fuera religión.
Rojo con rojo, negro a tierra. “Dale,” dice, y el motor reconsidere su vida y decide quedarse. Ella ríe esa risa aliviada que devuelve algo.
La bufanda flamea con la brisa nueva—trabajo hecho. Debería recuperarla. En cambio, afloja el nudo y la pasa por la ventana. “Préstamo. Hay una regla,” dice, hurgando en el bolsillo. Ha estado ocupado: cosió una etiqueta en forma de flecha con retazo de bolsa de mensajero, hilo oscuro sobre rojo. La sujeta al fleco con un clip. En la flecha escribió: Que siga →
Ella acaricia la flecha como si apuntara a otra cosa que no son calles. “Que siga,” dice, y se refiere al coche, al día, a sí misma.
Cuando él pedalea de vuelta, la ciudad exhala. Un camión espera con paciencia. Un niño señala la bufanda y sonríe como si el rojo tuviera superpoderes. El cuello le queda frío y perfectamente bien.
Esa noche guarda otra flecha en la mochila, por si al viento le faltan señalamientos.