La bufanda prestada — 4: Puesto del mercado
En el tianguis el aire sabe a naranja y metal mojado. Una vendedora de cafecito y tamales lleva la bufanda como parte del uniforme—rojo sobre mezclilla, el vapor cosiendo la mañana.
La clientela llega con ojos cansados y buenos modales. Ella nota al hombre que cuenta las monedas dos veces antes de comprar uno de rajas y uno dulce. “Para después,” dice, queriendo decir más que hambre. Ella los envuelve con cuidado y mete una servilleta extra como voto de confianza.
La bufanda tiene un descosido—prueba de viaje. Deja el termo, enhebra aguja con lo que hay (azul, ¿por qué no?) y zurce con puntadas visibles. Belleza a la vista. Remata como punto final de una frase breve y contenta.
En los flecos: boleto, flecha, cita. Agrega un corazoncito de bolsa de papel, escribe con pluma: Porque alguien lo hizo. Lo acomoda junto a la reparación azul y sonríe por el contraste. Al amor se le permite ser obvio.
Una enfermera en scrubs se detiene por café. La vendedora calienta un tamal en el comal hasta que el olor convence a la mañana de portarse mejor. La bufanda ya cumplió. Se la quita y la pone alrededor del cuello de la enfermera. “Préstamo. Devuélvela como quieras.”
“¿Cómo?” pregunta la enfermera, con las manos más suaves por haber sido confiadas.
“Que siga,” dice la vendedora. “Agrega algo pequeño.” Señala las puntadas azules. “Feito está bien.”
Las dos se ríen, de esa risa que vuelve música al vapor. El mercado despierta del todo. La vendedora se sirve otro cafecito y brinda por nada en particular, que resulta ser todo.