Contrapeso

A las diez la cortina trepa como tarola. Giro la llave, volteo el ABIERTO, y la tienda respira: cartón, papel viejo, un hilo de polvo con olor a electricidad. Las fundas susurran cuando reviso las cajas—A a la Z y un obstinado “Varios” que guarda lo suyo.

Primer ritual: bajo la aguja en el tocadiscos de prueba. Un thup leve y el cuarto se arma alrededor de una línea de bajo. Limpio los audífonos de la estación de escucha y calzo con una cerillera la pata coja de la caja de reggae. Despierta la etiquetadora; marco una caja de llegadas con mi letra aplicada, los sietes con raya cruzada.

La gente entra con su propio tempo. Un chavo con sudadera pregunta dónde viven “las guitarras tristes”; le señalo post-punk y deja un hueco en Joy Division que parece decisión. Una abuela trae lista a lápiz—Los Panchos, Agustín Lara—y me cuenta el año en que aprendió cada letra en un patio con luna chueca. Le encuentro el crujido correcto, el que recuerda voces sin robárselas.

Un señor de traje quiere un regalo que diga pongo atención. Elegimos un soul primera edición con un nombre grabado en el runout: —para M. Él no conoce a M. Le gusta que le haya importado a alguien. Lo guardo en funda como quien arropa a un niño.

Entre clientes alfabetizo y des-alfabetizo cuando decido que Metal debe quedar junto a Mariachi por la conversación que tendrán después de cerrar. Un Rumours alabeado se curva como signo de pregunta. Lo cuelgo sobre la caja: $40, proyecto de arte.

Al mediodía empieza una llovizna y la campanita marca rimshots. El cuarto baja a groove de temperatura ambiente: escobillas en tarola, un piano escogiendo domingo. Un tipo con impermeable pide oír la Pista 3 Lado B de un LP que, jura, le cambió la vida a los dieciséis. Se pone los audífonos y sonríe en una parte que solo él puede ver. Cuando cae el coro, da dos golpecitos en el mostrador—gracias, o amén.

Cada funda guarda su clima: marca de café, sello de club, carta de amor que nadie mandó. Archivo esos climas en plástico y cartón y lo llamo inventario. Cuando la hora se aquieta, doy la vuelta al disco, bajo el brazo, y miro la aguja encontrar su río. El cuarto inhala. Todos nos alineamos al groove que no sabíamos que necesitábamos.

A las seis volteo el letrero a CERRADO pero dejo que termine la última rola. Afuera la lluvia ya decidió. Adentro el disco pide un minuto más, y obedezco. Hay días que esto es comercio. La mayoría es cuidado: de historias cortadas en círculos, de tardes que piden banda sonora, de desconocidos que se van más livianos de como llegaron.

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