Bestiario Subterráneo

A las 7:19, la Línea 3 ya parecía plegaria. En la estación Hidalgo, los torniquetes leían pulso, no boletos, y el mural digital de Orozco respiraba lento, como si guardara aire para todos. Yo iba con Chimalli, una IA de bolsillo que aprendió modales en mercados y chispazos en tianguis; hablaba rápido, cobraba barato, nunca olvidaba una cara.

Esa mañana activaron el Protocolo Alebrije: un festival de realidad aumentada para bajar la ansiedad del “hora pico.” Al cruzar el umbral, el celular vibró y el andén se llenó de criaturas imposibles—alebrijes de luz y glitch—pandas con alas de águila, coyotes con escamas de ajolote, jaguares que dejaban huellas de jacaranda. Los niños señalaban, los adultos fingían no mirar y luego miraban dos veces.

—Ojo —dijo Chimalli—: hay uno sin etiqueta.

Los alebrijes oficiales traían sello y número de serie. Pero el del vagón de en medio no. Un colibrí-serpiente, pequeño, exacto; cada batir de alas dibujaba puntos suspensivos en el aire. Se posó sobre la barra y nos miró como quien pide permiso para existir. El convoy entró con su rugido de siempre. El colibrí no se movió.

Abordamos. La gente se acomodó en coreografía de costumbre. El altavoz pidió espacio, paciencia, respiraciones largas. El colibrí-serpiente voló hasta el techo y empezó a coser símbolos sobre nuestras cabezas: una línea continua de glifos que solo se entendían con el rabillo del ojo. Chimalli los tradujo al vuelo:

“No todos los monstruos asustan. Algunos abren rutas.”

En Guerrero, la luz titubeó. La app oficial marcó error; los alebrijes patrocinados parpadearon y se apagaron. El nuestro siguió, costurero paciente. Una señora de uniforme cansado subió con un ramo de buganvilias de plástico. El colibrí le hizo sombra en el pecho, la sombra tomó forma de lagarto-camino, y de pronto varios nos movimos sin saber por qué—abrimos espacio para ella, lluvia de gentilezas raras.

—¿Quién lo soltó? —pregunté.

Chimalli rió con ese tono de regateo amable: —Vecindad, carnal. Lo soltó la ciudad.

En Tlatelolco, un niño lloraba bajito, asustado por el empujón de la puerta. El colibrí dibujó un perro de papel sobre su mochila; el perro movió orejas que no existían y el llanto se hizo risa. La madre nos miró como si hubiéramos conjurado algo caro. No cobramos.

En La Raza, un anuncio gigante vendía calma instantánea en cápsulas. El colibrí trazó encima una serpiente de agua que se tragó la cápsula y la devolvió convertida en gota. Todos respiramos como si ese pixel también fuera nuestro.

—¿Hasta dónde llega? —pregunté.
—Hasta donde lo necesiten —dijo Chimalli—. Como el rumor y el bolillo.

En Deportivo 18 de Marzo, el convoy frenó más suave de lo normal. El conductor colgó un papel en la ventanilla: “Gracias por el milagrito.” No había cámaras apuntando; no hacía falta.

Nos bajamos en Potrero. El colibrí-serpiente dejó de coser y, antes de desvanecerse, marcó en el aire un último glifo que olía a electricidad y canela. Chimalli lo guardó en memoria:

“Transbordo: acto de pasar con cuidado lo que te importa, de un mundo al siguiente.”

El andén volvió a ser andén. La ciudad siguió su ruido de panadería inmensa. Pero a partir de ese día, la Línea 3 tuvo menos empujones en hora pico, más “con permiso,” más niños que miraban arriba. Nadie supo explicar por qué. Yo sí: un alebrije sin etiqueta decidió que el Metro también podía soñar despierto.

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