Códice de Agua
La Ciudad era dos ciudades: la que flotaba y la que fingía flotar en las pantallas. En Xochimilco, los ahuejotes llevaban fibra óptica en las raíces y las chinampas respiraban por una red de micelio que olía a humedad y voltaje. Yo trabajaba con Tlacuilo, una IA entrenada con códices, calaveras literarias y albures chilangos; sabía rimar datos y dibujar mapas con doble sentido.
Decían los reportes que el canal Viejo estaba muerto. Tlacuilo chasqueó la lengua en mi oído: “Nel, donde el ajolote canta, el agua tiene memoria.” Preparamos la Trajinera Fantasma: casco de madera vieja, motor silencioso, lidar forrado en obsidiana reciclada de pantallas rotas. En la proa, un rebozo-antena bordado con filamentos recogía susurros de las plantas.
Era de noche. Las trajineras autónomas pasaban como felinos educados, cada una con su farol de color. Nosotros soltamos papalotes de papel picado con sensores baratos—cuando el viento hacía vibrar los recortes, la señal se llenaba de fractales. Desde el Archivo General, Tlacuilo convocó a los fantasmas: sobre el agua aparecieron superposiciones de Tenochtitlan, templos flotando como si alguien hubiera invertido la marea del tiempo.
—Marca el pulso —dijo Tlacuilo—. Pulso mata reporte.
Seguí la línea de luz que dejaban las luciérnagas eléctricas. Entre los juncos, el sonar devolvió un latido; no era pez ni piedra. Era ruido de olla empezando a cantar, lo mismo que oye una abuela antes de apagar el fuego. Los sensores imprimieron una espiral en la pantalla; Tlacuilo la tradujo a voz:
“Aquí sembraron maíz, aquí juraron regresar.”
La Trajinera Fantasma giró y escupió semillas de tule encapsuladas en gel de lluvia. Las raíces, guiadas por pulsos de baja frecuencia, buscaron la grieta correcta. No fue milagro, fue receta: barro, memoria, algoritmo y barrio. Cuando el reloj dio las 0:13, el canal exhaló un hilo claro, como si el agua corrigiera una falta de ortografía antigua.
La gente se acercó desde la orilla con ofrendas mínimas: naranjas, fotos, USBs con cumbias. Las trajineras vecinas bajaron su brillo. Un mariachi eléctrico tocó en silencio, solo para el registro de Tlacuilo. Sobre mi libreta, el rebozo-antena bordó un dato final:
“Navegar: del náhuatl nahualli (transformar) y del español (andar en agua). Definición 2052: volver a abrir un camino que juró no cerrarse.”
Guardé la libreta. Tlacuilo rió con gusto chilango: “Ya ves, carnal: la Ciudad no olvida, solo se hace la que no se acuerda.” Y el canal, obediente y picudo, respondió con un verbo impecable: volver.