Dulce y bajito (marea)
Toman el malecón como si fuera listón hecho para ellos, cuatro metidos en un sedán desteñido que aún huele al verano pasado. Ventanas abajo, la camisa pegada tantito, el Golfo lanzándoles sal a los dientes hasta que todo sabe a remate de chiste. “Sweet and Low” vibra desde un celular encajado por terquedad; sin voces, solo ese bajo tranquilo diciendo: no corran, ya llegaron.
Nathan maneja como si llevara un vaso en el cofre; Tino saca medio cuerpo para llamar pelícano a todo pájaro, aunque sea bolsa volando; Gabe marca el tiempo en la rodilla jurando que ese golpe de tarola mueve las nubes; Marco va de copiloto con el mapa abierto por puro adorno, porque solo hay una calle que importa y es ésta, cosida a la orilla del mundo.
El Pleasure Pier brilla como reto. Los radios de la rueda cambian de color y por una cuadra ellos también—verde mar, rojo feria—como si la electricidad los escogiera. El viento les peina la risa. Una pareja cruza cargando papas como si fueran reliquias; el coche lo huele, decide que tiene hambre, no se detiene.
Repiten la misma milla porque mejora cada vuelta. Los faros se desenrollan en el pavimento húmedo; el agua ensaya el para siempre; el cielo les pone ambas manos en los hombros y dice: sí. El bajo rueda debajo—paciente, simple, limpio—y el coche se acerca un pie al muro solo para oír más océano. En algún punto, detrás de la música, una radio policial murmura y luego los olvida.
Gabe dice que así suena ser invencible y nadie discute. No el invencible que grita—el que exhala: aquí estamos, veintitantos, las preocupaciones son cupones que canjearemos luego. Tino señala la oscuridad donde los barcos parpadean como aplauso lento. Marco graba una nota que no enviará y la guarda, prueba de que una noche puede zumbarte en el bolsillo.
Nathan frena tantito por una gaviota con fuero. El coche se mece, se acomoda. Las palmas peinan el cofre, y la brisa pasa entre los cuatro como si afinara la ciudad. La canción baja; cruzan el tramo donde el muro salpica el parabrisas con galaxias de un segundo.
Hablan de nada y sienten de todo. Un plan para octubre que huele a fogata. Un chiste de quién se muda primero y quién miente. El bajo es firme como promesa buena. La vida es grande a su modo sin testigos: solo aire, carretera y cuatro cuerpos alineados al mismo tambor lento.
Llegan al retorno junto al hotel grande y le dan otra vez. Claro. La rola ya volvió al inicio, luz de sol hecha sonido. El mar sigue diciendo su única palabra: más. Ellos asienten, reyes de un reino angosto, sal en los labios, ventanas abajo, puros semáforos en verde por una milla.