Pista Oculta (Side B)
La Perla huele a cartón viejo y aguja caliente. Es tarde: las vitrinas devuelven un rosa sucio de la calle y el dependiente ya está guardando fundas. Tú vienes a cazar vinilos, pero también a encontrarte con el rumor de algo que todavía no tiene nombre.
Ella aparece entre los crates de “Latín & Rare”. Veintitantos, segura, mirada de arquitecta que mide líneas invisibles. Una falda que baila apenas cuando se agacha; un lápiz cruzado en el cabello como si fuera una horquilla secreta. No le miras el cuerpo antes que la actitud—esa forma de soplar el polvo del cartoncito y sonreír como si hubiera descubierto un mapa.
Al mismo tiempo, los dos tocan la misma funda: una reedición de Chavela en vivo, borde gastado, grabación con esos chasquidos que parecen lluvia.
“Clásico peligroso,” dices.
“Peligro bonito,” responde, y deja que tus dedos sigan un segundo más sobre la cartulina. No retira la mano.
El dependiente hace un gesto hacia la cabina de escucha. Quedan cinco minutos. Tú abres la puerta, le cedes el paso. Ella entra, deja su mochila en el suelo y te mira como si calibrara un plano.
“¿Volumen?”
“Tú dirígeme,” sonríes.
La aguja cae y el mundo se vuelve otra sala. Chavela muerde un verso y la cabina se encoge: dos respiraciones, un latido. Compartes los audífonos—uno y uno—y la cercanía es un idioma aparte. Ella te observa de reojo cuando acomodas el auricular en su oreja.
“¿Está bien así?” preguntas, bajito.
“AsÍ,” dice, y no se mueve.
Cantan juntos en silencio. Tus dedos, sobre la mesa; los suyos, sobre la funda. Se rozan en la pausa entre pista y pista. Ella escribe algo en la hoja interior, con el lápiz que llevaba en el pelo: una flecha mínima y tres palabras: “pon el lado B.” Te lo muestra como si fuera un reto.
Lado B. Giran las cosas. Cambia la luz. Ahora su rodilla roza la tuya y no hace por apartarse.
“¿Tú qué coleccionas?” te pregunta.
“Historias que parecen canciones.”
“Entonces grábame una,” provoca.
Anuncian el cierre. Dos minutos. Sales de la cabina con la funda bajo el brazo y esa electricidad suave recorriéndote. Vas a pagar el disco, pero ella te detiene con la mirada.
“Te lo regalo si prometes escuchar la última pista conmigo.”
“¿Dónde?”
“Mañana, Expiatorio. Bancas del costado, 7:40. Si llueve, mejor.”
No hay números. No hay redes. Solo esa hora clavada como aguja sobre el surco. Compras un sencillo de 45 para ella—una joyita inesperada de Natalia Lafourcade—y se lo extiendes:
“Para que no digas que llegas con las manos vacías.”
Ella sonríe, lo gira entre los dedos, y con tu pluma escribe en la etiqueta: “No me des flores; tráeme una línea buena.” Luego te devuelve la pluma.
“Para que practiques.”
Salen. Afuera hace viento. Se quedan un momento bajo el toldo, mirando cómo el neón tiñe de fucsia la banqueta. El dependiente baja la reja; el ruido metálico los sella en la noche. Ella da un paso, apenas, suficiente para que la distancia se convierta en decisión.
“¿Puedo?” preguntas, y la palabra se sostiene, clara.
“Puedes,” concede, y el beso es breve, afinado, como prueba de sonido antes del concierto real.
No hace falta más. Se va con su sencillo en la mano, tú con Chavela a la altura del corazón. Mientras caminas, lees lo que te dejó anotado en la contraportada, un trazo pequeño que no habías visto:
“Si el lado A es tu fachada, quiero bailar tu lado B.”
Mañana, 7:40. Si llueve, mejor.