Calor entre páginas
El frío traía opiniones esa mañana, nítido como para subrayar su aliento. Se acomodó la bufanda y caminó hasta que la campanita de una librería pequeña hizo su trabajo honesto. Adentro: papel, polvo y una luz que perdona.
No buscaba nada, que es cuando aparece el libro perfecto—lomo un poco tímido, título como reto en voz baja. Al abrirlo, cayó un recibo: invierno de hace tres años, el nombre de alguien más, el mismo mes. En el margen de la página 47, un lápiz suave: para días como este. A veces el mundo es sorprendentemente competente.
En casa puso agua a hervir y encontró el cuadro tibio en el piso donde el sol ensaya sus escalas. Calcetas, suéter, vapor saliendo de la taza como gato que decide que tu regazo es seguro. Leyó el primer párrafo y sintió que el cuarto se inclinaba hacia ella, como si la casa eligiera equipo.
El libro la conocía sin curiosear: frases que caminaban en lugar de correr, chistes que confiaban en el lector, un capítulo que se detenía a ver cómo piensa la nieve. Afuera, el día tocaba con los nudillos la ventana. Adentro, su felicidad aprendió temperatura nueva y brilló como brillan los radiadores cuando olvidas que están trabajando.
No revisó el teléfono. No convirtió la hora siguiente en productividad. Pasó las páginas al ritmo de la respiración. Las sombras avanzaron por la pared como reglas amigas. Cuando la tetera chasqueó, se dio cuenta de que llevaba un rato con calor sin pedir permiso.
Para la página 94 el frío había perdido la discusión. Podía quedarse del otro lado del vidrio y ser hermoso ahí. El libro le apoyó una palma en la mejilla como solo puede el papel. Sonrió esa sonrisa pequeña y no prestada—la que se siente aunque no haya espejo—y siguió leyendo, con las dos manos metidas en el invierno que se hizo para sí misma.