La Casa que Pide Voz Prestada - #5
El timbre de la casa no sonaba igual dos veces. A veces era campanilla, a veces latón golpeado, a veces un carraspeo. La primera semana imité el gesto de todos: abrir medio centímetro y preguntar ¿quién? La casa respondía con voces que no le pertenecían.
Una noche fue la de mi madre, con la tos suave que aprendió en invierno. Otra, la de un amigo que ya no vive en el país, diciendo ahorita bajo con el humor de antes. La peor fue la del casero repitiendo pagos al día en una entonación que no había usado jamás. Yo sabía—la garganta de esas voces no estaba aquí. La casa pedía voz prestada como quien pide sal al vecino y no la regresa.
Fui tomando nota. Cada vez que el timbre imitaba una voz, el reloj del recibidor se adelantaba once minutos; luego, si no abría, retrocedía dos, como si la casa se corrigiera la prisa. En el aire volvía ese olor a ropa planchada de alguien que no vive aquí. Y en la madera quedaban marcas minúsculas, como tilde o acento mal puesto.
Decidí no abrir. Dejé una grabadora barata junto a la puerta, apuntando hacia el pasillo, y esperé. A las 11:11, el timbre hizo una síntesis: un saludo armado con pedacitos de todas las voces, cosido con hilo azul. Dijo mi nombre completo, luego mi diminutivo, luego la mitad superior de una inicial que la escalera había bordado, luego la mitad inferior que yo había devuelto al cuarto de las cunas. Era un ensamble de mí.
—No soy yo —dije—. Soy yo después.
La casa, o lo que fuera que la animaba, hizo una cosa que nunca había hecho: guardó silencio. Entonces entendí: no quería engañarme; quería ensayar cómo pronunciarme. Había practicado con lo que encontró—mi gente, mis restos, mis pasillos—porque aún no tenía la voz justa.
Fui al descanso de la escalera. La ventana devolvió mi reflejo con un retardo de un segundo. Al segundo, yo ya estaba hablando. Vi mi propia boca articular la última vocal que antes se perdía; la vi sostenerla lo bastante para que la casa la aprendiera. Bajé y toqué el barandal: en el hilo azul, las letras completas del nombre brillaron como si hubieran tomado luz de trabajo.
Saqué de un cajón un tubo fonográfico que compré en un tianguis sin saber para qué. Lo coloqué junto a la puerta, giré la manivela, acerqué la boca. No canté; di instrucciones: dije mi nombre grande y mi nombre chico, dije con permiso y estoy en casa, dije no asustes y no me olvides, dije las sílabas que me faltaban a los once años y las que aprendí después de perder cosas. Las repetí once veces, y a la onceava el cilindro vibró con una calma de gato.
—Toma —le dije a la casa—. Te presto mi voz, pero la devuelves cuando aprendas a decirla sin temblar.
A las 11:14, el timbre sonó por fin con una sola voz: la mía, pero ubicada—no de garganta hacia afuera, sino de madera hacia adentro. Dijo mi nombre con todas sus piezas, sin urgencias de reloj. Abrí. No había nadie en el umbral. Había aire acomodado para recibirme, como sábanas recién puestas que aún guardan el pliegue.
Desde esa noche, la casa dejó de pedir voces de otros. No imitó más. Cuando quiero, toco el timbre desde dentro y la casa me responde con mi nombre a volumen de biblioteca. El reloj ya no se adelanta once; a veces regresa dos, regalándome margen para llegar a tiempo a mí mismo. En el espejo del armario, el retraso persiste—un segundo—solo para que vea cómo se arma mi boca antes de decirme.
He dejado abierto el cuarto impar, he subido a la escalera que no lleva a ninguna parte con camisas planchadas de promesa, he devuelto mi diminutivo a las cunas vacías, he practicado mis visitas con la ventana. Ahora, el timbre ya no pide: invita. Y la casa, agradecida, pronuncia mi nombre bajito al anochecer, como si fuera oración aprendida sin copiar.
Cuando me vaya, dejo el cilindro en el cajón del recibidor con una nota: Para el próximo. No por crueldad, sino por tradición: las casas viejas guardan un pedazo de nombre para asegurarse de que alguien, alguna vez, vuelva a abrir desde adentro.