La Esquina Amarilla

Entró a la Gandhi de la esquina como quien entra a una conversación ya empezada. El aire olía a tinta, cartón y lluvia que no se decidió. Caminó sin mapa: mesa de novedades, pasillo de poesía, un niño probándose una palabra larga. Las bolsas amarillas colgaban como señales de tránsito privadas.

Iba por nada en particular y entonces lo vio: un libro sin lomo impreso, cubierto con tela color mostaza. No tenía código de barras, solo una etiqueta escrita a mano: “Para quien sabe leer en voz baja.” Lo abrió de pie, apoyándolo en el estante como quien abre una ventana.

Las páginas no tenían capítulos; tenían habitaciones. En la primera, una banca de Chapultepec a las 8:12; en la segunda, un pasillo de casa visto desde la infancia; en la tercera, una mesa de café donde aún no había estado. Cada vez que parpadeaba, los márgenes tomaban notas por su cuenta: “recuerda comprar cerillos”, “busca a X en la sección de ensayo”, “no olvides pronunciar tu última vocal”.

—¿Puedo ayudarte a encontrar algo? —preguntó, de pronto, un librero con gafas redondas.

—Ya me encontró —dijo ella, y sonó menos raro de lo que pensaba.

Pasó el dedo por una ilustración de bugambilia. Los pétalos cayeron apenas, como confeti cansado, y el papel los absorbió con gratitud. En el índice, los títulos se reacomodaban según su respiración. Buscó su nombre por juego; el libro lo ensayó en una esquina, primero sin acento, luego entero, y al final lo dobló dentro de una pestaña como quien guarda un boleto.

—¿Cuánto cuesta? —preguntó.

El librero revisó la pantalla, frunció el ceño amable, negó con la cabeza.

—Ese no se compra —dijo—. Ese te acompaña mientras lo mereces.

Ella quiso discutir, pero el mostrador tenía razón. Siguió leyendo: una página prometía lluvia a la salida; otra mostraba, como espejo, su mochila con un bolsillo adicional que no recordaba. Lo palpó. Ahí estaba: un compartimento nuevo, justo del tamaño del libro.

En la caja, la bolsa amarilla parecía ya escrita con su sombra. El librero metió el ejemplar sin cobrar y añadió un separador: “Leer es dejar que el mundo te subraye”. Ella sonrió por dentro. Al cruzar la puerta, el cielo cumplió la promesa de la página: llovizna exacta, de esas que no estorban la lectura.

En el camellón, bajo el toldo de bugambilia, abrió de nuevo el libro. La última página había cambiado: ahora decía “Nos vemos mañana, misma hora, otro estante”. Cerró. Guardó. La ciudad siguió hablando bajo. Por primera vez en semanas, se sintió leída en voz baja.

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