La Habitación Impar - #1

La casa tenía números pares en todas sus puertas menos una: la habitación 11. El casero dijo que era un detalle de albañil, pero al pasar por delante se enfriaba el pasillo como si alguien acabara de volver a guardar el invierno en un armario. Yo me mudé sin hacer preguntas; necesitaba un techo barato y paredes que no supieran mi nombre.

La primera noche, el reloj de cuerda del recibidor se adelantó tres minutos sin que nadie lo tocara. La segunda, el marco con la foto de una familia que no era la mía apareció en el suelo, boca abajo, con polvo nuevo debajo, como si hubiese estado mucho tiempo en otra parte y sólo ahora recordara caer.

Dormí mal. Soñé con pasillos que cambiaban de longitud, con manos pequeñas palpando el papel tapiz como quien busca una costura. Al despertar, hallé una huella en mi espejo: cinco dedos delgados, demasiado separados. No era grasosa ni de polvo; parecía hecha de frío.

Evité el once. Aprendí a bajar por la escalera lateral, a cantar algo bajito al cruzar el corredor, a decir “con permiso” sin mirar el pomo. La costumbre volvió tolerable lo extraño, hasta el miércoles de lluvia en que me quedé solo en la casona. La madera crujía en plural. El reloj respiraba. De la 11 salía un olor leve a ropa guardada con flores que ya no existen.

A las 11:11, el timbre de la calle sonó y se apagó antes de formar un solo tono. Abrí—nadie. Sólo un sobre metido bajo la puerta con mi nombre mal escrito, las letras dubitativas, como copiadas a distancia. Dentro había una llave vieja y una nota: “Has dejado algo”. Reconocí la caligrafía: era mía. No recordaba haber escrito eso.

Fui al corredor. La puerta de la 11 parecía un párpado cerrando mal. Puse la oreja: al otro lado, silencio con textura. Probé la llave. Giró con un quejido que venía de debajo del suelo, como si el edificio entero cambiara de postura.

Dentro, el olor era más intenso: lavanda, plancha tibia, algo húmedo. El cuarto era exacto a los demás—cama, silla, armario—pero ligeramente más angosto; la pared del fondo parecía acercarse un milímetro por cada latido. Sobre la cama, una colcha con motivos de hiedra. Sobre la silla, mi bufanda, la que había perdido el invierno pasado en otra ciudad. La toqué: estaba fría con un frío que subía hacia mi muñeca, como si aprendiera el camino.

El espejo ovalado del armario no devolvió la habitación tal cual: en su versión había dos cepillos de plata en la cómoda, y un vaso con agua clara a medio beber que no existía fuera del vidrio. También, detrás de mí, un poco a la izquierda, una mujer sentada en la cama. No la vi cuando giré; en el espejo, sí. Tenía los hombros rectos, las manos en el regazo, la cara indistinta como foto movida. Me miraba sin ojos, con una ausencia orientada hacia mí.

—¿Qué dejé? —pregunté, sin saber a quién.

El espejo tardó unos segundos en responder. Era como si el reflejo viviera con retraso, un tiempo propio que no era el mío. Entonces la mujer del espejo alzó una mano. Afuera, nadie. En el cristal, su dedo tocó la colcha y algo sonó bajo la cama, el mismo sonido que hacen las tijeras cuando las abren cerca del oído.

Incliné el colchón. Encontré una caja de cartón atada con cinta. No pesaba mucho. Dentro había papel: recortes de periódicos que no recordaba haber leído, todos con notas a lápiz en el margen, mi letra apretada marcando fechas, nombres, calles que conozco. Al fondo, una foto: yo, en este pasillo, pasando delante de la 11 con la cabeza vuelta, como si alguien acabara de llamarme. En la esquina, una fecha de hacía dos días.

El espejo, entretanto, seguía atrasado; en él recién ahora yo levantaba el colchón. La mujer se puso de pie en la versión del cuarto atrapada en el óvalo. Sin moverse, acortó la distancia: no caminó; el cuarto se encogió hacia ella. Levantó la mano otra vez. Vi que tenía once dedos en total—seis en la derecha, cinco en la izquierda—y que ese era el origen de la huella en mi espejo.

—¿Qué es esto? —dije.

La boca difusa en el cristal pareció abrirse. El sonido que salió no fue voz: fue un suspiro de corredor, el aire corriendo de habitación en habitación para recordar el plano original de la casa. La colcha vibró lo suficiente como para que la caja temblara en mis manos. En el fondo, bajo el cartón, algo raspó—como papel buscando su lugar.

Me asomé a la foto otra vez. Ahora había dos figuras en el pasillo: yo, y detrás, un contorno delgado, alto, torcido a la altura del hombro, como si compartiéramos doble sombra. No estaba cuando la saqué de la caja; se estaba añadiendo mientras yo miraba. Entendí que la imagen no era un recuerdo: era un inventario.

Volví al espejo para preguntar qué busca. El retraso se había acortado: el reflejo casi me alcanzaba. La mujer estaba más cerca del óvalo, como si el vidrio la hubiera ido empujando hacia aquí. Alzó la mano con seis dedos y la apoyó en el lado interno del cristal. Del otro lado, mi propia palma se enfrió hasta doler.

—¿Qué dejé? —insistí, aunque ya lo sabía.

La respuesta llegó por la casa entera: el reloj adelantó once minutos; en la planta baja, todas las puertas se cerraron a la vez; desde el recibidor subió ese olor indefinible de ropa planchada de alguien que no vive aquí. En la caja, bajo la foto, encontré una hoja arrancada de un cuaderno. Tenía mi nombre escrito once veces, cada vez con menos tinta, hasta que la última se parecía más a mi respiración que a mi letra.

Guardé la hoja y la bufanda. Cerré la 11. Volví mi espejo contra la pared. Desde entonces duermo con la puerta abierta y el número impar a mi espalda, porque ya entendí: lo que dejé no era un objeto. Me dejé a mí, la parte de mí que las casas viejas siempre se guardan para poder pronunciar tu nombre cuando te vayas.

A veces, a las 11:11, el pasillo se enfría y la tinta de mi nombre vuelve a oscurecerse un poco, como si alguien, del otro lado del vidrio, siguiera repasándola para que no se borre. No entro más a la 11. No hace falta. Ella ya sabe el camino. Y la casa, agradecida, aprendió por fin a decir mi nombre en voz baja.

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