Nota al margen
El panel se deshizo en aplausos y murmullos, una marea que arrastraba gafetes y tote bags rumbo a las escaleras. Me quedé a firmar programas y uno que otro rústico, con el olor a papel de la FIL Guadalajara zumbando como neón detrás de los ojos. Una traductora aguardaba al borde de la fila: veintitantos, postura precisa, el cabello sujeto como si la puntuación también se pudiera vestir. Cuando llegó su turno, no me ofreció la portadilla. Abrió en un párrafo que no había leído y deslizó el dedo bajo una línea.
“Escribiste,” dijo, voz baja entre la gente: “Leemos para traducirnos de vuelta a nosotros mismos.”
“Lo hice.”
“Entonces déjame enseñarte cómo suena esa línea en otro idioma.”
Trazó un subrayado limpio, de esos que se sienten más de lo que se ven, y guardó un cuadradito doblado en el lomo del libro. No era un número. No era una tarjeta. Solo papel—anónimo, travieso. “Para después”, añadió, alejándose ya.
Afuera, el aire sabía a carrito de mango, polvo de papel y a la estática de una ciudad a punto de llover. Encontré un rincón entre lonas y gente empujando cajas de saldos. Abrí la nota.
Si hablaste en serio, encuéntrame donde los arcos vuelven eco en oración. 19:20. Si suenan las campanas, no respondas primero.
Expiatorio. El templo. La hora decía anochecer. Pude haberme ido a casa y llamarlo anzuelo de feria, truco romántico. En vez de eso, caminé.
Guadalajara cambió de textura mientras adelgazaba la tarde—camiones resoplando, fantasmas de jacaranda cosidos al piso, esa luz dorada que edita la ciudad más amable de lo que es. Los arcos del Expiatorio guardaban el último calor del día. Los vendedores acomodaban vasitos de esquites como pequeños altares. Las palomas negociaban sus tratados sobre la piedra. Y ahí estaba ella: postura de traductora vuelta casual, chamarra al brazo, una pluma detrás de la oreja como secreto.
“Viniste,” dijo, sin sorpresa.
“Tu nota era convincente.”
“El subrayado fue lo convincente,” corrigió, sonriendo.
Nos sentamos en la banca lateral que siempre parece de alguien más hasta que la reclamas. Puso mi rústico entre ambos y lo abrió en la página marcada.
“Esa frase,” dijo, tocando la línea. “Al verterla al español, tengo opciones. Traducir es llevar; verter es volcar, derramar. Volver a sí es regresar a uno mismo. Si elijo verter, sugiero flujo, riesgo.” Alzó la vista. “¿Quieres que tus lectores sean cargados… o vertidos?”
“Vertidos,” dije antes de que despertara mi parte cauta. “Que manchen los bordes.”
“Eso pensé.” Subrayó de nuevo, en lápiz, más suave. “Esta es mi versión.” La dijo en voz alta, cada sílaba equilibrada como copa en dedo. Sonó a lluvia naciendo.
Las campanas golpearon la media—tibias, pacientes, sin miedo al eco. Yo no respondí. Dejé que el sonido atravesara los arcos hasta los árboles.
“Escuchaste,” dijo. “Bien. A las traductoras nos gustan los que escuchan.”
“Y a los escritores nos gustan las lectoras peligrosas.”
Rió. “Somos primos, entonces.”
Desde la capilla un coro probó acordes, un hilo fino que nos tejió un bolsillo de silencio. Tomó el libro otra vez, lo volteó y escribió una sola nota al margen en la tapa interior:
No nos encontramos en la página uno.
La miré escribir, el cuidado en las letras, esa forma en que los márgenes se vuelven privados cuando alguien se atreve. “¿Es para mí o para el libro?”
“Para la línea,” dijo, “y para lo que nos está haciendo.” Me pasó la pluma. “Tu turno.”
Añadí debajo:
Nos encontramos cuando el eco regresa traducido.
Sin nombres. Sin redes. Cerró el libro y el subrayado en grafito se sintió vivo bajo la tapa. Empezó una lluvia breve, de esas que manchan la camisa y bendicen los planes sin arruinarlos.
“¿Te veré en la feria mañana?” pregunté.
“Quizá,” dijo, poniéndose de pie. “Pero aunque no, vas a sentir el subrayado.”
Entró a la plaza, la lluvia barnizando el empedrado, la chamarra atrapando el último oro. Me quedé un minuto más, escuchando deshacerse las campanas, leyendo el espacio entre nuestras dos notas al margen como si ya fuera capítulo.
Me fui con el libro tibio en la mano, convencido de una pequeña doctrina: a veces la traducción más verdadera es la que se rehúsa a escribir un nombre—y aun así te encuentra bajo los arcos, a la hora correcta.