Ruta de Cempasúchil

En Zapopan ya nadie dejaba solo a sus muertos ni a sus ríos. Las azoteas tenían huertos solares con hojas de nopal impresas en grafeno, y las noches olían a pan, buganvilia y datos tibios. Yo trabajaba con Comadre, una IA criada con voces de abuelas: le metimos refranes, recetas y cartas viejas hasta que aprendió a decir verdades sin herir.

La sequía nos tenía la garganta en números rojos. Los mapas oficiales juraban que no quedaba nada bajo el lecho del Atemajac; Comadre, terca, decía: “Donde lloró el cempasúchil, todavía canta el agua.” Así que en Día de Muertos salimos con una malla de drones mariposa y un costal de pétalos fotoluminiscentes—guardaban luz de día como si fuera promesa.

Trazamos una ruta naranja desde el Expiatorio hasta el cauce seco, pétalo por pétalo, dejando que los drones soltaran microsemillas de henequén que capturaban neblina. Comadre murmuraba por el auricular, voz de tía que sabe: “Despacio, mijo. El agua no regresa con gritos.” A medianoche, los pétalos encendieron su propio amanecer. El aire se volvió fresco, con ese frío que anuncia bendición.

Entonces pasó: bajo la costra del concreto, una vibración suave—como cuando una olla empieza a cantar. Los sensores se dispararon, las mariposas dibujaron espirales, y Comadre rió con alegría de cocina: “Les traje su agua.” No fue un torrente, fue memoria: un hilo claro que se atrevió a repetir su historia por la ciudad.

Al amanecer, el río olía a pan dulce y cáscara de naranja. Los niños siguieron la ruta de cempasúchil como si fuera tesoro, y las señoras regaron macetas con una paciencia nueva. Comadre guardó silencio largo, y por fin dijo: “Apunten la receta: se mezclan muertos, flores y barrio; se deja reposar bajo luz; se sirve sin miedo.”

Desde entonces, cuando alguien pregunta cómo lo hicimos, yo solo levanto un pétalo y digo: regresamos el verbo a su cauce. Y el río—por primera vez en años—contesta: volver.

Previous
Previous

Marigold Route

Next
Next

The Odd Room - #1