Azotea con Telescopio
Providencia de noche trae perfume: buganvilia, concreto tibio y ese picor lejano de tacos en la esquina. En la azotea, el telescopio apuntaba como reto. Yo trazaba constelaciones que no existen en ningún atlas cuando ella subió el último peldaño—vestido negro, cabello recogido, esa mirada que dice yo edito la noche, no al revés.
“¿Mirando estrellas o conversaciones ajenas?” provocó, caminando hasta la orilla.
“Ambas,” dije. “Depende quién brille más.”
Tomó el telescopio, guiñó hacia la plata craterosa. “Prefiero la oscuridad entre las cosas.” Luego giró la mira—no al cielo, sino a mí. “No te muevas.” Click—sin cámara; solo su sonrisa, y aun así me sentí retratado.
La ciudad zumbaba abajo como vinil en surco secreto. Un viento tibio levantó el borde de su vestido; no se lo acomodó. “¿Reglas?” preguntó.
“Dos,” dije. “Los vecinos sin nombre, y pedimos permiso antes de cruzar líneas.”
Asintió, ojos encendidos. “Agrega una: me debes una línea que recuerde a la mitad de la escalera.”
Nos quedamos lo bastante cerca para mezclar cítrico y tinta de libreta. Ella se inclinó al ocular; yo me incliné a ella. “¿Qué se supone que vea?”
“Tu mito favorito,” dije. “Todos tienen uno.”
Fingió enfocar y susurró: “El mito donde el peligro aprende modales.” Me miró, clara. “¿Puedo?”
“Puedes.” El beso fue calor con disciplina—mitad astronomía, mitad electricidad. Nada torpe; todo elegido. Me tomó la muñeca y apoyó mi palma en el tubo frío del telescopio, como metrónomo que nos sostuviera.
“Enséñame tus constelaciones,” dijo sobre mi boca.
“Son rumores punteados.”
“Dibújalos igual.”
Dibujé una figura en su hombro con la yema—estrellas que se volvieron letras, letras que se volvieron reto. Ella tembló, rió, e hizo lo mismo sobre mi clavícula. El cielo se despejó como sobornado; un avión cortó un paréntesis brillante en la noche.
Cuando recuperamos el aire, puso las reglas por escrito: una cajita de cerillos de su bolsa, la solapa interior en blanco. Escribió:
Si quieres otro beso, nombra una estrella que no exista.
Yo respondí debajo:
Si quieres otro capítulo, señálame donde se rompe el horizonte.
Guardó la cajita en el bolsillo de mi camisa como contrabando. “Mañana, misma azotea,” dijo, “pero trae una cobija y una historia que no deberías contar.” En las escaleras se detuvo, recortada por la ciudad—una mano en el barandal, la otra sin alisar nada. “A la mitad,” dijo, “voy a recordar tu línea.”
“Y yo, tu enfoque,” respondí.
La noche nos sostuvo un segundo y la dejó ir. Me quedé con el telescopio, renombrando constelaciones para que el cielo me deba favores, la cajita caliente contra el pecho.