Banquete a Solas

Empiezas temprano para que el día alcance. El agua tibia del fregadero corre sobre las muñecas, bendición privada. En la encimera: cebollas alineadas como planetas chicos, hierbas en un vaso que huelen a memoria, mantequilla ablandándose sin mirar el reloj.

No hay público ni coreografía. Solo tú y las tarjetas de recetas que nunca coinciden con cómo cocinas de verdad. El cuchillo hace su aritmética constante—mitad, cuarto, cubos—y la casa aprende tu ritmo: sartén a tabla, tabla a tazón, tazón al horno. Llega el primer chisporroteo y algo dentro baja los hombros.

El caldo tararea en la hornilla de atrás como radiador amable. Igual le hablas—“sin prisa”—y obedece. El pan se dora con paciencia. Escuchas el instante en que la salvia deja de ser hoja y se vuelve aire. El temporizador sugiere; tu nariz le corrige la lección.

Apartas un platito para cáscaras y tallos, gracia para lo que no llega a la mesa. Los pulgares brillan de aceite; lo masajeas en el pavo como perdón. Afuera, noviembre guarda su luz bajita; adentro, la lámpara del horno monta su propio amanecer. Barnizas, respiras, barnizas.

No hay discusiones que arbitrar ni anécdotas repetidas hasta el cansancio. Dejas que el silencio sea un pariente que sabe cuándo llegar y cuándo salir a caminar. Los ruidos de la cocina se apilan en himno: globo contra tazón, tapa encajando, el aplauso suave del papel encerado.

Pruebas y ajustas sin testigos: un poco más de ácido para los arándanos, un poco más de sal para el puré, un poco más de misericordia para ti. La mesa crece plato por plato: una servilleta doblada como pájaro tranquilo, un vaso que atrapa la tarde, el tenedor bueno porque hoy no es ensayo.

Cuando el pavo reposa, tú también. El vapor escribe cartas amables en la ventana. Sirves lo hecho con dos manos y recetas viejas, y el cuarto huele a casa que recuerda a todos los que alguna vez estuvieron donde estás. Sirves algo luminoso, alzas el vaso y dices la gracia en voz alta para que las paredes la sostengan:

Por el calor.
Por lo suficiente.
Por el trabajo callado sin testigos.
Por aprender, por fin, a darte de comer.

Comes despacio. Guardas un plato porque así te enseñaron y porque reservar espacio también es una forma de cariño. Luego lavas cada trasto como quien regresa herramientas a amigos. Cuando las cubiertas están limpias y los sobrantes con etiqueta, dejas la luz del horno encendida—luna pequeña en cielo ordenado—y te sientas en el umbral con los pies en el mosaico frío.

Resulta que un banquete para uno sigue siendo banquete. La paz no está vacía; lleva tu nombre, bien escrito, tibio.

Previous
Previous

Solo Feast

Next
Next

Empty Trails, Live Oaks