Entre viajes
El Uber huele a limón y al fantasma del perfume de alguien. Se sienta detrás del chofer, no en diagonal—menos íntimo así, más mapa que confesión. Por la ventana la ciudad pasa como película ya vista: vitrinas ensayando sus luces, un camión que suspira, una pareja discutiendo con las manos y luego recordando tomarlas.
Su cliente de confianza vive en un edificio que aprendió a imitar lujo: latón que es sobre todo brillo, una planta de lobby que cambia de forma pero no de especie. Él tiene una voz amable que no sabe qué decir cuando no renta tiempo. Ella conoce el guion. También dónde dejar que el silencio haga su trabajo pequeño y bueno. Se tratan con cuidado, como si la amabilidad fuera un cuarto neutro.
Ahora el taxímetro de la noche vuelve a distancia. Apoya la frente en el vidrio y deja que la ciudad redacte un diagnóstico: cansada, capaz, no sola en sentido técnico. El trabajo le enseñó a doblar horas en rectángulos precisos. Hoy el rectángulo quedó prolijo. Importa.
Aparece una notificación y se apaga. No la abre. Sus reglas se han vuelto costumbres: sin autobiografías en el regreso; sin decisiones después de medianoche; comer algo aunque sea la orilla de un plan. Pasa lista de la noche como cajera contando aire: charla mínima, agua rellenada, una risa que no costó, el momento en que se corrió medio centímetro a la izquierda para hacer espacio para los dos.
“¿La tratan bien?” pregunta el chofer en un alto, queriendo decir la ciudad, queriendo decir el mundo.
“Algunos días,” dice ella, y observa su reflejo temblar en el parabrisas. Es verdad. También está incompleto, que es como la verdad logra llegar.
Piensa en el departamento del cliente después de que se va: el aire volviendo a ser sí mismo, un vaso en la barra como signo de puntuación. Piensa en su casa—lámpara suave, el jabón bueno, una bata que solo es una bata. Entre ambos está esta cápsula en movimiento, este espacio de limón donde no es la idea de nadie más que la suya.
Suena una canción de hace tres veranos, de esas que la gente llama etapa. La deja hacer de puente. Afuera, un repartidor corta la calle como nota en margen equivocado. Un hombre pasea a un perro que entiende “alto” mejor que él. Ella cataloga estas pruebas de que la ciudad no necesita que nadie la cargue.
Piensa en la palabra cliente habitual. Suena a latido cuando no pones el estetoscopio. Se pregunta cuándo la amabilidad se vuelve rutina y si ahí hay misericordia. La hay. También hay un libro mayor. No finge otra cosa.
El chofer toma una calle que conoce su edificio y por un instante agradece ser conocida por geografía. Arriba habrá un cuenco para llaves, un vaso de agua, un cuadro de chocolate porque el ritual es una especie de columna. Habrá un mensaje de su hermana con la foto de un sobrino perdiendo un diente como truco de magia en el que casi cree.
Enganchan una racha de semáforos en verde que se sienten permiso. Se deja pensar en una versión futura de esta noche en la que no habrá que doblar las horas con tanto cuidado. No la interroga. La deja viajar a su lado como equipaje que cabe.
Cuando paran, el total es limpio. Deja propina más allá de la aritmética y agradece al chofer por su nombre porque los nombres vuelven la noche menos brusca. En la banqueta, la ciudad le sigue pasando por los tobillos. Arriba, se lavará, cambiará, y volverá a ser la persona que ningún trabajo puede tomar prestada: la que riega la planta los jueves y abre la ventana para que el tráfico demuestre que ya es de día.
Se queda ahí un segundo más de lo necesario para sentir la diferencia entre moverse y ser movida. Luego entra, con limón aún en la garganta, y la puerta se cierra como una página que aprendió a darse vuelta sola.