Inventario nocturno

El vampiro paga renta en Santa Tere y trabaja turnos de cierre. Nadie lo sabe; sólo piensan que es “de los que rinden la noche”. Sale cuando las cortinas metálicas bajan y la ciudad cambia de voz: las motos hablan bajo, los perros cuentan chismes como si fueran oraciones, y el aire trae bugambilia, gasolina y pan dulce de remate.

No usa capa. Usa suéter negro y una mochila con frascos ámbar: granada, jamaica, betabel. Aprendió que el rojo engaña al hambre y que a veces basta con mirar cómo se enfría en el vidrio para recordar modales. Cuando de plano duele, camina hasta el Expiatorio y se sienta en la banca lateral, donde la sombra cae pareja. Las campanas le ponen compás a la sed.

Tiene reglas: no miente, no muerde extraños, no entra a casas que no aprenden tu nombre. Alguna vez probó salir de fiesta por Chapultepec, pero las luces bailan sin sombra y las selfies roban más que lo que él podría. Prefiere los mercados cuando cierran: el murmullo de los puestos apagándose, el cuchicheo de las lechugas, el sueño de los mangos. Ahí escucha historias: a quien le pesa un recuerdo, a quien quiere dormir sin soñar, a quien pide olvidar un nombre. A esos les ofrece lo único que sabe hacer con delicadeza: quitar un poco de peso sin romper la cuerda.

Una chica—ojos con ojeras honestas, uñas pintadas de morado—llega a su barra a las 11:14. Pide agua mineral con jamaica, nada de azúcar. Trae en el bolsillo un papelito doblado con un nombre tachado once veces. Él lo ve y asiente, como quien lee una receta conocida.

—No me da miedo el invierno —dice ella—. Me da miedo acordarme cuando llegue.

Él coloca el vaso, mira el vidrio empañado como si fuera una ventana vieja. Explica sin palabras: el intercambio es mínimo, casi litúrgico. Un dedo en el pulso—con permiso—; un respiro que entra y sale medido por la campana; una punzada de frío que no deja marca. Lo que toma no es vida: es sobrante. Le devuelve el vaso; ella lo bebe como si bebiera un “por fin”.

—¿Se paga? —pregunta.
—Se cuida —responde él.

Luego camina hacia el Hospicio Cabañas, donde los murales sueñan con cielos que tragaron cuchillos. Allí le gusta leer sombra; aprende la gramática de los arcos, las pausas de las fuentes. A veces sube a Huentitán y deja que el cañón le enseñe a decir no a la sed grande.

Amanece. El vampiro vuelve con el suéter oliendo a pan y a semáforo mojado. Antes de dormir, deja en el alféizar un frasco de granada para que la luz de las 7:30 lo atraviese y pinte la pared de rojo. Le recuerda quién es sin hacer ruido. En el refri guarda dos cosas: bolsas de hielo y la palabra paciencia escrita en un papel.

Cuando la ciudad despierta y la gente sale con prisa, él se mete al cuarto y baja la cortina. No teme a las cruces; teme a las fotos. No teme a Dios; teme a olvidar los nombres de quienes le confiaron el suyo. En la almohada, un pelo morado que no es suyo brilla como huella de cometa. Sonríe. Otro inventario nocturno, sin titulares. Guadalajara, agradecida, le presta la sombra exacta para que el sueño no le muerda de vuelta.

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