Mañana de Otoño

La ciudad despierta con ese fresco que no muerde, solo avisa. Ella sale con su suéter ligero, manos en los bolsillos, y la calle le devuelve un vaporcito amable desde las tazas de café. En la banqueta, las hojas de los fresnos hacen ruido de papel crepé; una bugambilia peina su color hacia el piso como si también tuviera sueño.

Dobla por Chapultepec cuando los puestos aún bostezan. En una panadería, el pan dulce apila su perfume y la campanita deja una nota que parece quedarse flotando entre las bicicletas. Compra un concha pequeña—azúcar como escarcha—y la guarda para después, por puro ritual.

El sol entra de lado, dorando los portales y las macetas olvidadas. Pasa frente al Expiatorio y las palomas negocian su diplomacia de cada día. En el jardín, el aire huele a cempasúchil tardío y a tierra recién regada; el otoño en Guadalajara no se anuncia con rojos intensos, sino con una luz que baja la voz.

Ella se sienta en una banca. Saca la concha, la parte con los dedos y deja migas para los pájaros. Revisa el teléfono y decide no abrir nada todavía. Mira cómo una sombra de jacaranda—fuera de temporada pero fiel—le dibuja escalones violeta en los tenis.

Por un minuto completo, el mundo no le pide devolución. La ciudad respira hondo y ella respira con ella: otoño entendido como permiso. Luego se pone de pie, guarda el suéter un poco, y camina—ligera—como si cada esquina fuera una página recién volteada.

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