Plano de la ausencia
Domingo, su departamento es un diagrama limpio: zapatos junto a la puerta apuntando hacia afuera, llaves ya giradas hacia la salida, dos tazas en el escurridor aunque siempre elige la despostillada. Cuando el teléfono zumba, lo deja terminar su idea sobre la mesa. ¿Libre más tarde? Pregunta amable de persona amable.
Escribe sí y lo mira temblar en la caja del mensaje; luego lo convierte en tal vez, luego en lo dejamos para otra. Las palabras se ven como muebles pegados a la pared para despejar la ruta de escape. No guarda ninguna. El chat queda sin enviar, cuarto con la luz prendida al que nadie entra.
Quiere amor como una puerta con llave quiere visita: de veras, con la cadena puesta. Sabe cómo se llama—evitativa—pero saber es solo una etiqueta en un interruptor que no puede bajar. “Yo arruino las cosas”, piensa, no como drama sino como aritmética: distancia por tiempo igual a seguridad entre dolor. Nunca cuadra.
La tetera avanza hacia el hervor. Pone otro lugar en la mesa—por costumbre, por esperanza, no sabe—y dobla una servilleta para un invitado que es apenas rumor. Imagina lo que diría si respondiera: ven, hago algo sencillo, me cuentas otra vez lo de tu hermana y esta vez me quedo para la mitad. El guion le calienta las manos. No lo representa.
En cambio, abre Notas y pega quiero verte en un archivo llamado no enviados. Piensa en todas las precauciones pequeñas que construyó: asientos de pasillo, cuentas separadas, costumbre de aprender canciones favoritas pero no cumpleaños. Sola por diseño, piensa, y detesta lo pulcro de la frase. Los diseños deberían sostener.
El vapor besa la ventana y le escribe un signo de interrogación. Ella lo contesta lavando los platos, los que ensució al hacerse desayuno para una y poner de todos modos el segundo tenedor. Cuando el teléfono vuelve a zumbar, lo voltea boca abajo como si cerrara un ojo. El silencio que sigue no está vacío; está lleno de su propia letra.
Sabe que es autora de este dolor. Reconoce incluso su firma—chica, prolija, abajo a la derecha—al pie de la página que habita. Seca la taza despostillada, la regresa al escurridor y se promete que la próxima enviará sí. Lo cree por lo que tarda en enfriarse la tetera.
Afuera alguien se ríe en el pasillo. La risa pasa frente a su puerta como clima. Ella se queda quieta y la deja pasar. Es una puerta que desea que toquen y, de todos modos, mantiene la cadena.