Por Bellaire al Oriente, rumbo a UHD
Tomas el camión en Bellaire cuando Sharpstown todavía se quita el sueño de los ojos. Asientos de plástico fríos, piso con la sal de ayer. El chofer asiente, la puerta suspira, y la ciudad comienza a deslizarse: panaderías encendidas como soles chicos, letreros en dos idiomas prometiendo lo mismo—arreglar, reparar, volver a empezar.
La mañana pasa de gris a níquel. Adentro, cada quien guarda su propio clima. Un estudiante con mochila naranja recita fórmulas al vidrio. Una mujer cuenta billetes, cuenta alientos, cuenta las paradas hasta su segundo turno. Tú avanzas hacia el oriente y evitas contar nada.
Te dices que esto es progreso: un ride, luego otro, y después la estación junto al bayou y el campus guardado bajo el skyline como pregunta con buena postura. Imaginas entrar a un salón que huele a marcador y esperanzas ajenas. Imaginas la versión de ti que pertenece ahí sin ensayar.
El camión resopla en esquinas que podrías nombrar con los ojos cerrados. De una puerta sale vapor de pho y empaña la ventana; por una cuadra el mundo huele a medicina de invierno. Dos niños discuten qué superhéroe tomaría el camión. La respuesta es obvia: el que sabe que salvar la ciudad es, sobre todo, presentarse.
En Hillcroft sube un hombre con sol en el cabello y se sienta con el cuidado de quien ya fue roto y pegado. En Renwick casi te paras, memoria muscular de otro año. Te quedas sentado. El pasado saluda desde la banqueta como tía que no puedes permitirte abrazar.
El skyline crece a pulgadas, como sin querer. Piensas en el futuro como has aprendido a pensar en la gente difícil: que tenga sus humores. Que no piense en ti. Tu tarea es seguir moviéndote hasta que tropiece con tu nombre.
Transbordo. Otras llantas, otro ritmo. Cruzas una costura de la ciudad donde el bayou se enhebra bajo puentes que aprendieron paciencia de las inundaciones. El campus aparece como aparece la verdad—menos dramático de lo esperado, más sólido de lo temido. Jalás el cordón y la campanita contesta, pequeña y segura.
Afuera, el aire sabe a metal y papel nuevo. Una gaviota se ríe donde no hay mar. Te cuelgas la mochila y no ensayas discursos. Hoy es solo un pupitre, un programa, una pluma que no falla. El futuro quizá no se pregunte por ti. Está bien. Preguntarte es tu chamba. Traes suficiente asombro para los dos.
Caminas hacia puertas que se abren sin juzgar tu hora. Detrás de ti, el camión exhala y se va, olvidando tu cara al instante. Lo perdonas. Tú viniste a recordarte.