Primera luz, primer café
Llaves en la cerradura, clic, y la calle suspira. Subo la cortina metálica despacio para que no grite y dejo que el amanecer toque el mosaico. Las sillas vuelven a mirar a las mesas: coreografía chiquita que ya me sé. Enciendo las luces—solo las cálidas.
El molino zumba. Purgo los primeros segundos como amuleto. La máquina calienta sus huesos; yo los míos con un estirón, un saludo al santito junto a la caja. Afuera, la ciudad es escobas y camiones aclarando la garganta.
Escribo en el pizarrón Pan dulce 2x1 (antes de las 8:30), no porque haga falta, sino porque a los madrugadores les gustan los secretos. Llega la charola del panadero, aún caliente; firmo con garabato agradecido. El vapor empaña el vidrio del frente. Dibujo un círculo con la manga y veo al gato de la cuadra esperando. Platito, un poquito de leche, y un “buenos días” bajito. Fingimos que es la primera vez.
La primera extracción cae espesa. La reservo para el señor que lee el periódico completo y me deja deportes. En la barra alisto el día: cucharas limpias, servilletas dobladas, frasco de azúcar como si anoche hubiera nevado.
La campanita tose. Entra una mujer con el cabello aún húmedo, un repartidor revisando la ruta, un estudiante con audífonos y cara exacta de lunes. Les deslizo algo tibio y digo cada nombre como si fuera contraseña.
El café los recuerda antes que yo—cuánta espuma, sin canela, servilletas extra. Afuera el sol sube por los edificios como si llegara tarde. Adentro, la mañana agarra ritmo: molino, tetera, campana, risa. Me guardo el gis detrás de la oreja.
“Bueno,” le digo al lugar que todavía no se llena, “empecemos.”