Mesa 7, Café con Vista
Chapultepec traía ese brillo de tarde en que los árboles fingen ser ciudades aparte. Los cristales del café se empañaban en las esquinas; el barista afinaba el molino como violinista antes del concierto. Tomé la Mesa 7—la de la ventana, la que colecciona historias como pelusas.
Ella preguntó si podía compartir, cámara cruzada al pecho y un rizo húmedo pegado a la sien. Fotógrafa por la postura; cazadora por la mirada.
“Solo si me robas una foto,” dije.
“Solo si me regalas una línea,” contestó.
Las primeras gotas tocaron el vidrio como metrónomo leve. Dejó la cámara entre las tazas, el lente hacia arriba como si escuchara. Hablamos con la cautela cómoda de los desconocidos que entienden el tiempo: ella dispara al anochecer; yo escribo cuando la ciudad exhala. Me pidió ver la libreta. Le pedí ver su contacto. Intercambiamos, fingiendo no mirar demasiado.
“Mira arriba,” dijo. Click. El obturador sonó a acuerdo suave.
“Tu turno,” dije, pasándole la pluma. Escribió en una servilleta con la gracia implacable de quien conoce el encuadre antes del disparo:
“Toda tormenta necesita testigo.”
El tráfico encendió la avenida mojada en comas rojas. Me sorprendió mirando los reflejos. “Tú ves párrafos,” se burló.
“Y tú ves aperturas.”
“La misma hambre, distintas herramientas.”
La lluvia se juntó en serio. Levantó la cámara otra vez, más cerca. “Un retrato,” pidió, “del tipo donde el sujeto deja entrar el clima.” Solté los hombros, abrí un milímetro la ventana de la expresión, y ella se metió en esa pausa. Click.
El barista anunció cierre en diez. Empaquetamos despacio, como quien sabe que la escena sigue. Volteó el retrato entre las manos, la tinta casi fresca, y escribió atrás:
Tráeme una línea que no pueda recortar.
Respondí debajo:
Tráeme una luz que no sepa nombrar.
Nos pusimos de pie: dos paraguas, una decisión. Afuera, Chapultepec marcó su propia percusión. Inclinó su paraguas hacia mí. “¿Caminamos?” La arboleda cosió un toldo sobre la avenida y la ciudad se volvió algo que se podía oír. En el alto, hicimos pausa como salto de párrafo. Pregunté, claro: “¿Puedo?”
“Puedes,” dijo—sin prisa, sin teatro—y el beso fue dulce de lluvia y deliberado, compuesto como una larga exposición.
Sin números. Sin redes. Solo la impresión en mi bolsillo y su servilleta en mi libreta, dos pruebas de una escena que sabe cuidarse del exceso de explicación. Al separarnos en la esquina, dijo sin voltear:
“Misma mesa mañana. Si llueve, mejor.”
Caminé a casa con una certeza pequeña: cuando una ciudad es generosa, te da testigo y ventana—y el valor para encontrarlos en la Mesa 7.