El Cuarto de las Cunas Vacías - 4

El cuarto estaba al fondo del pasillo, con papel tapiz de nubecitas que ya no alcanzaban a ser cielo. No era mío, dijo el casero: “dejó de usarse”. Se notaba. Las cunas se alineaban como bancas de iglesia: de madera recta, sábanas almidonadas, almohaditas que aprendieron la forma de cabezas que nunca llegaban.

Desde la puerta, el aire olía a leche tibia que nadie calentó y a ropa planchada con flores que ya no existen. En el techo colgaba un móvil de figuras cosidas a mano: lunas, abecedarios, once estrellitas. Cada vez que pasaba frente al cuarto, el móvil marcaba una hora que el reloj de la casa negaba. No sonaba campana: se acomodaban las figuras en un orden distinto, y el aire entendía.

La primera noche lo escuché probar el tiempo: las estrellitas giraron hacia el noreste, la luna se inclinó, las letras deletrearon mi nombre sin la primera consonante. Yo, desde el pasillo, me quedé inmóvil. El móvil corrigió a los dos minutos, como si se disculpara: repasó la consonante con hilo invisible y la sostuvo un segundo más, hasta que mi oído la reconoció.

Las cunas estaban vacías, pero no calladas. Cada una guardaba un ruido pequeño: golpecitos de dedo en madera, succión sin leche, un bostezo de alguien que no ha nacido. En la tercera cuna encontré una tarjeta de visita que no existe fuera de esa habitación: mi nombre dividido en arriba/abajo, con la mitad superior bordada a mano en hilo azul. Faltaba la mitad inferior de dos letras. En la cuarta, una huella de mano diminuta hecha de frío. En la quinta, un chupón con fecha de caducidad borrada.

No entré de inmediato. Aprendí primero los horarios del móvil. A las 7:12, la luna apuntaba al sur y las estrellitas parecían respiraciones. A las 11:11, el abecedario se sacaba la A de la boca como si le estorbara, y el reloj de la casa adelantaba exactamente once minutos para seguirle el juego. A las 3:03, el aire del cuarto bajaba un grado y el papel de nubecitas recordaba un viento que no sopló aquí.

Una tarde, el móvil deletreó algo que no era mi nombre: “devuelve el diminutivo”. Entendí que la casa no sólo guardaba mi nombre entero—guardaba el nombre chico, el que te dicen al pasar lista cuando todavía no te aprieta el traje de adulto. No lo había usado en años; me quedaba como una camisa olvidada.

Entré por fin, con esa palabra en el bolsillo, doblada. Me acerqué a la primera cuna. El colchón estaba liso como si sólo hubiese soñado pesos. Dejé el diminutivo sobre la sábana. El aire aprendió la sílaba y el móvil sumó una estrellita que no estaba, para completar doce. A lo lejos, el reloj corrigió dos minutos hacia atrás, devolviéndonos margen.

En la segunda cuna deposité una canción de arrullo que recordaba de memoria y que quizá nunca me cantaron. En la tercera, mi inicial con su mitad inferior. En la cuarta, un silencio: el que debe aprender quien abre la puerta sin pedir disculpas. El móvil se movió con gratitud de cosa aguantadora; la luna mantuvo su eje un momento más de lo razonable.

Entonces el cuarto habló en su idioma de cosas: el crujido de una tabla se ordenó con el bostezo de la quinta cuna y el susurro de las letras; el resultado no fue música ni palabra, sino una lista. No la vi escrita; la entendí detrás de los ojos: Nombre grande (completo). Nombre chico (devuelto). Mitad superior (bordada). Mitad inferior (entregada). Reloj (reestablecido en dos). Puerta (lista para abrir hacia adentro).

Me senté en la silla de mimbre. En el espejo ovalado del armario —que aquí también se atrasaba— me miré con un segundo de retraso, y en ese segundo mi reflejo arrullaba mis propios hombros con la canción depositada. Supe que el cuarto no estaba vacío: estaba ocupado por las versiones de mí que aún no aprenden a pronunciarse completas.

Al salir, dejé la puerta entornada. Desde entonces, cuando paso, el móvil a veces se pone al día conmigo: deletrea mi nombre entero con voz de hilo y descansa. Otras, me pide el diminutivo otra vez, como si necesitara ensayar para alguna visita que vendrá por fin a la casa. Cada 11:11, el aire baja dos grados exactos; las estrellitas se acomodan como un reloj que enseñó modales; y yo, desde el pasillo, respondo la lista en voz baja, con mi nombre grande y mi nombre chico, para que a ninguna cuna le falte nadie.

No apago el móvil. Él me apaga. Y al hacerlo, deja prendida la parte de mi nombre que, cuando me vaya, la casa querrá pronunciar sin temblar.

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