La Escalera que No Lleva a Ninguna Parte - #2

La escalera empezó siendo un rumor entre vecinos: “arriba no hay nada”. Sin embargo, ahí estaba—doce peldaños de madera vieja, barandal liso de tanto tacto, y al final una pared sin puerta. El casero dijo que era decorativa. Mentía mal.

Subo la primera vez por testarudez. A cada peldaño, la casa respira como si hiciera estiramientos después de años sentada. Entre el cuarto y quinto, el aire huele a fécula: almidón de camisas que ya nadie usa. En el octavo, un reloj adelanta dos minutos sin preguntar. En el doce, la pared parece recién planchada.

Apoyo la frente: fresca. Del otro lado, un sonido de pasitos muy breves, como si alguien practicara caminar sin molestar. Bajo, dejo la escalera en paz, la mente no. Esa noche sueño con pasillos que doblan en sí mismos y con notas prendidas con alfileres a un uniforme invisible.

El martes, encuentro un alfiler en el segundo peldaño. Brilla sin polvo. El miércoles, un ticket amarillento metido bajo la moldura: fecha borrada, mi apellido mal escrito, destino “Piso 2” en una casa de un solo piso. El jueves, en el sexto peldaño aparece un hilo azul atado con cuidado a la espiga del barandal; al tirar suave, del otro lado tira alguien.

Decido subir con una libreta. En el cuarto peldaño, un nombre garabateado: el mío, escrito once veces con cada vez menos tinta. En el noveno, un resuello al retardo—toso, y la escalera tose después, con eco de otro cuerpo. En el último, escucho tijeras abrirse muy cerca del oído. La pared sigue siendo pared, pero el yeso tiene costura.

Yo no sé coser. Aun así, meto la uña en la junta de pintura. Cede como tela vieja. El aire del otro lado entra con olor a escuela: tiza, suéter húmedo, patio barrido de madrugada. Nadie sale. Meto la mano. Toco madera pulida, un frío de metal plano, y una libreta de tapas duras que alguien empuja hacia mí desde arriba.

La saco. Es mi libreta. No la actual: una que perdí de niño, con estampas torpes y una hoja arrancada. En la primera página, un horario: 7:30 subir / 7:40 formar / 7:50 cantar. Al final, una nota nueva, letra adulta con paciencia de maestra: “Te dejaste la mitad superior del nombre. Devuélvela cuando puedas.”

Me río sin gracia: ¿cómo se devuelve medio nombre? Vuelvo a apoyar la frente. La pared está más tibia. Pregunto qué falta. El retraso responde con pasos que no avanzan: tac, tac… tac. El tercero tarda, como si tropezaran con una edad que no me acuerdo de haber tenido.

Bajo con la libreta. En el primer peldaño hay ahora una tarjeta de visita que no existe fuera de ahí: mi nombre completo, dividido por un guion bajo perfecto—nombre_abajo, nombre_arriba. Falta la parte de arriba.

Subo de nuevo, esta vez con una camisa planchada que nunca me puse. La dejo en el peldaño doce. Del otro lado, alguien respira con alivio. La pared, entonces, cede medio centímetro como vientre después de soltar aire. El reloj de la casa corrige dos minutos hacia atrás. En la barra del barandal, una letra aparece sola, bordada en hilo azul: la mitad superior de mi inicial.

Entiendo. La escalera no lleva a ninguna parte visible. Lleva a una altura donde guardé la parte del nombre que me enseñó a subir sin pedir permiso. Lo dejé aquí cuando me mudé de casa y de cuerpo.

Desde ese día, subo cada mañana con algo planchado—una palabra, una paciencia, una promesa—y la dejo en el último peldaño. La pared nunca se abre. No hace falta. Con cada visita, el hilo azul borda otra mitad superior, y mi nombre se completa sobre el barandal, letra por letra, en idioma de costurera.

Cuando alguien pregunta por qué tengo una escalera que no va a ningún lado, digo la verdad: va a mis once años. Y la casa asiente con un crujido recto, como maestra que pasa lista y, por fin, pronuncia mi nombre sin saltarse la parte de arriba.

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