La Ventana que Recuerda Caras - #3
La ventana del descanso de la escalera queda hacia un patio que no uso. El vidrio tiene un pulido antiguo que vuelve el mundo un poco mantequilla. De día, trae luz dócil; de noche, devuelve mi silueta con la paciencia de una tía que te deja hablar solo. Desde que llegué a la casa, el vidrio recuerda cosas que no han pasado.
La primera tarde de lluvia vi en el reflejo una visita que no llegó: un amigo de otra ciudad, abrigo oscuro, sonrisa de aeropuerto. Detrás de mí, en la realidad, el descanso estaba vacío. En el vidrio, él levantó la mano para saludar y yo le devolví el gesto al aire. El timbre nunca sonó.
La segunda vez fue al anochecer. En el vidrio apareció una mujer a mi lado, más joven de lo que me atrevo a ser, con un cuaderno bajo el brazo y tinta en el índice. Yo, afuera del vidrio, seguía solo. Ella tocó el marco con la uña y el reloj del recibidor se adelantó cuatro minutos como si hubiera perdido el paso. En el reflejo, ella escribió sobre la madera un nombre que conozco: el mío, pero sin la última vocal. Faltaba un pedazo, como si el vidrio no la hubiera aprendido todavía.
Esa noche, el patio olía a ropa planchada que nadie colgó. Dormí con la sensación de que la ventana practicaba mis visitas, ensayaba la casa para que supiera recibir.
Un domingo encontré, apoyado en el alféizar, un pañuelo doblado con cuidado. No era mío. Limpio, con una esquina bordada: once puntadas formando la mitad superior de una letra. Lo levanté y el frío me subió por el brazo como una advertencia amable. Lo dejé donde estaba. La ventana agradeció con un empañamiento leve, como un perro que acepta el premio sin mover la cabeza.
Empecé a tomar notas. En el vidrio, las visitas llegaron siempre un poco al retardo, como si el mundo del reflejo caminara medio compás detrás. A veces los labios se movían sin sonido; otras, el sonido llegaba antes que el gesto, como voces que descuelgan el teléfono antes de hablar. Fui aprendiendo sus coreografías hasta que, una tarde cualquiera, el vidrio me devolvió una escena imposible: yo mismo tocando esa ventana desde el patio, con barro en los zapatos y una llave colgando de un cordón azul.
Me quedé quieto. El yo del vidrio golpeó dos veces—tac, tac—y señaló el borde inferior del marco. Afuera no había nadie; adentro del vidrio, sí. Con el corazón en el sitio exacto de la garganta, palpé la madera. La pintura tenía una costura, un filo casi invisible. Metí la uña y sentí del otro lado el borde de papel.
Tiré con cuidado y salió una fotografía: el descanso de la escalera, mi espalda de lado, la ventana empañada y, en el reflejo de esa foto, la mujer del cuaderno—la misma, fija, mirándome como desde una estación que no figura en el mapa. En la esquina, a lápiz, una hora: 11:14. No marcaba la hora en que tomé la foto—no recordaba haberla tomado—: marcaba la hora en que la ventana quería que ocurriera.
Esa tarde esperé. A las 11:10 el reloj tosió; a las 11:12, el pasillo aprendió frío; a las 11:14, el timbre hizo un intento que murió en la garganta. Abrí igual. Del otro lado no había abrigo ni cuaderno. Había nadie con olor a patio barrido y a tormenta obediente. Cerré sin encajar y me quedé en el descanso, junto al vidrio, con la foto en la mano.
Entonces la ventana me devolvió la palabra: en el reflejo, la mujer del cuaderno volvió a escribir mi nombre, esta vez completo. Después agregó, con letra firme y sin levantar el índice: “Devuelve la última vocal cuando sepas pronunciarla.” Entendí que la ventana no solo recordaba caras: ensayaba mi voz.
Desde esa noche, al pasar por el descanso, pronuncio mi nombre en voz baja, redondo, con la vocal final sostenida un segundo más de lo normal. El vidrio responde con una nubecita tibia. De vez en cuando aparecen en el reflejo sillas que no existen y tazas a medio beber, y una sombra de conversación se asienta como si hubiéramos hablado. La ventana guarda esas sobras de visita en su panza fría hasta que la casa está lista.
Hace una semana, a las 11:14, vi por fin al amigo de abrigo oscuro del lado correcto de la madera. Traía barro en los zapatos y una llave azul. Dijo “por fin”, como si también hubiera estado practicándome. Al abrazarnos, el vidrio no mostró nuestro reflejo. Mostró la mujer del cuaderno, sentada en una silla que aún no compramos, esperando su turno anterior o su turno próximo.
No lo comentamos. Aprendimos el reglamento: la ventana recuerda primero, la casa recibe después. Y entre una cosa y otra, el nombre que la casa guarda de mí deja de estar incompleto: la última vocal vuelve, se asienta, suena. A veces, al apagar la luz, la ventana corrige la hora del reloj en silencio, dos minutos hacia atrás, como si nos regalara margen para llegar a tiempo a una visita que todavía no sabe si aceptaremos.
No cubro el vidrio con cortina. Él me cubre a mí. Y cuando anoto en el margen del diario “Hoy me acordé de pronunciarme completo”, siento al otro lado del marco un índice en tinta que subraya, paciente, para que no me olvide otra vez.