Senderos vacíos, encinos vivos

El invierno en Houston casi siempre es un rumor, pero hoy se siente verdad. Sam Houston Park es puro aliento, encino y tablones que recuerdan otras botas. El skyline cuelga detrás de los árboles como postal que nadie envió.

Las hojas crujen sin rabia—marrones, blandas, todavía negándose a rendirse del todo. Las casitas guardan su propio silencio, postigos cerrados como bocas prudentes. En algún sitio una fuente marca los segundos. Escuchas. No confiesa nada.

No hay corredores. No hay fotos de boda. No hay camiones escolares vomitando excursiones. Solo viento entre encinos más viejos que tus preocupaciones, y una franja de sol calentando la baranda de madera como si dijera: aquí, por ahora, basta.

Tomas el sendero largo junto al estanque y la ciudad baja a un zumbido que cabe en el bolsillo. El teléfono, paciente y pesado, duerme en la chamarra. Dejas que el camino sea tu única notificación.

Una garza se planta donde el agua no se congela pero finge. Cuentas hasta doce antes de que parpadee. Piensas, no por primera vez, que estar solo y estar en soledad no son gemelos—son primos que a veces se prestan la chamarra.

En la banca del fondo—la que mira al estanque y a un filo de rascacielos—te sientas y nombras lo que no está: no sirenas, no pendientes, no una voz preguntando por qué todavía no lo superas. El aire vuelve a tener bordes. Te dejas sostener por ellos.

Cuando por fin te levantas, los tablones no se quejan. Te vas como llegaste: huésped silencioso, botas estampando un cuento que el mediodía borrará. A la salida, inclinas la cabeza a los encinos como a los viejos. El invierno responde sin discutir.

Por una vez, no hay nadie que te vea. Se siente como un permiso firmado por ti mismo con las dos manos.

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