Viento del norte en Westheimer
El primer frente frío llega a Houston como llegan aquí las buenas noticias—de lado. No trompetas, apenas un empujoncito en la nuca cuando sales del súper, las bolsas de papel crujientes como si también hubieran estado esperando. Todo el día el cielo dudó; al anochecer recuerda de pronto cómo ser octubre.
No tienes abrigo listo, porque en Houston nadie le guarda fe al otoño. Basta el suéter colgado en la silla. El aire huele más limpio, como si le pidiera perdón a agosto y lo dijera en serio. El teléfono vibra con las mismas discusiones, los mismos adioses a medias, el mismo recordatorio de que tu vida es un cajón que prometes ordenar. Lo dejas boca abajo en el asiento y apagas el clima—esta noche la ciudad respira por ti.
En Westheimer, el tráfico avanza sin su amenaza de siempre. Se prenden las lucecitas de los patios, y por una vez pertenecen a la tarde en lugar de pelearla. En alguna taquería abren las ventanas y las limas vuelven a creer en sí mismas. Una pareja se toma de la mano como si recordara el truco; un niño con sudadera corre en círculos mientras su padre finge no cronometrarlo.
Manejas con las ventanas entreabiertas, las manos a las diez y dos como juraste después del último susto. La corriente se lleva el calor pegado a tus muñecas. En algún punto entre Dunlavy y Shepherd te das cuenta de que ya no estás en guardia. La radio pone una canción que juraste no volver a cantar. Tarareas igual.
Tu desorden no se arregla—el duelo lleva su propia agenda, el amor su contabilidad, y las cuentas no desaparecen solo porque el Golfo soltó el verano. Pero el aire vuelve a tener bordes, y los bordes hacen esquina, y las esquinas dejan apoyarte la espalda en algo que sostiene. Estacionas en tu casa y escuchas, por primera vez en meses, los ruiditos de un barrio siendo sí mismo: una puerta mosquitera, una silla sobre el concreto, una risa que no se disculpa.
No escribes a nadie. Preparas un té que no vas a terminar. Te quedas en la banqueta y dejas que el frente te arrope como una verdad que ya puedes decir sin temblar: no estoy arreglado, pero estoy sostenido. En algún lugar, una tormenta se retira sin drama. En otro, los mosquitos interponen queja. Esta noche la ciudad te regala un cupón de misericordia sin fecha de caducidad; lo arrancas con cuidado, lo doblas en dos y lo guardas en el bolsillo para cuando el regreso se haga pesado.
Mañana quizá regrese el calor. Siempre lo hace. Pero esta noche el viento vino del norte, y por unas cuadras limpias, recordaste cómo abrir la ventana y dejar entrar al mundo sin miedo a ahogarte.